La soledad de un anciano que encuentra alegría en la caricia y compañía de un gato, nos debería hacer reflexionar frente a lo que sabemos, lo que aprendemos y lo que enseñamos sobre la vida y sus etapas.
Se ve la vejez como un tiempo de espera, vacío y tristeza, con razón nadie quiere envejecer.
Quién va a querer quedarse solo, ver el cuerpo arrugarse, contraerse y parecer un papel gastado listo para ser tirado a la basura.
Qué triste final. Mejor sería morir cuando aún conserve mis facultades. Si me quedo solo, qué va a ser de mí, acabaré seguro recluido en un asilo o peor aún tirado en la calle.
Perdido entre los recuerdos de la vida que fue. Escondiendo una especie de rencor contra la vida joven que se levanta, añorando momentos, fortaleza, compañía, ese reconocimiento que parece que las canas hubieran borrado hasta hacerlo irreconocible, casi indigno.
Y quien envejece bien, aceptando cada etapa de la vida, puede conquistar una vejez en la que entienda el conjunto de la vida.
Capaz de observar, de servir con su experiencia, con su consejo y sabiduría, que es algo muy distinto a imposición y dominio sobre los más jóvenes.
Es un nuevo inicio, más palpable para el creyente tal vez. La vida misma de una persona longeva es una constante fuente de consejo y aprendizaje, del que bebemos muchas veces sin decir una sola palabra de sus autores.
La vejez es esa etapa en la que enfrentaremos casi cara a cara la eternidad. Una época tremendamente rica para prepararnos a ver el rostro de Dios, no solo para dar cuenta de nuestros actos.
Qué difícil llegar a viejo aterrado por una eternidad implacable.
Qué hermoso poder llegar a ella con la ilusión de quién finalmente se va a encontrar con un gran amigo, con el mejor de todos, con el amor mismo, con aquel que ha extrañado toda su vida, por quién siempre preguntó y finalmente está a punto de ver.